La identidad es una potente palanca política, no exenta de contraindicaciones. Construir y reafirmar identidades, asociándolas a valores afectivos positivos, es el mejor modo de dinamizar grupos sociales y favorecer su intervención en el espacio público. A cambio, la identidad, es por definición excluyente. Se establece en contraste con otros: dos procesos de construcción de identidades, aunque ambos en dinámicas distintas, se enfrentan en el debate político actual, gays-lesbianas frente a los católicos adscritos a la jerarquía.
La movilización católica contra el matrimonio gay refleja, fundamentalmente, dos cuestiones:
- La progresiva pérdida de capacidad de la jerarquía católica y de los fieles que se identifican con sus posiciones para imponer sus convicciones. Sin ir más lejos, «sólo el cinco por ciento de los jóvenes españoles que practican la religión católica siguen la doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad». También entre los jóvenes el mantenimiento intemporal de sus dogmas solo es compartida 10,5%, mientras que un 9,7% opina que debería desaparecer y un 63,7% creen que debe adaptarse a los nuevos tiempos. La opción ante esta pérdida de influencia sobre el conjunto social ha pasado por, en lugar de dar continuidad al Concilio Vaticano II en búsqueda de espacios de encuentros con los no creyentes, optar por un rearme moral. Se trata esencialmente de una opción reflejo de su derrota en la búsqueda de la hegemonía ideológica en la sociedad: el grupo social se reafirma con respuesta a su pérdida de influencia.
- A la vez, los católicos pasan a ser vistos como un nicho de mercado desde la perspectiva de algunas empresas de comunicación, al menos en dos sentidos. Históricamente la COPE y el Ya fueron mecanismos para que la Iglesia diese a conocer sus posiciones y aportase sus criterios al discurso social. Como es conocido, la emisora de la Iglesia se encuentra en una espiral de desencuentro con todos aquellos que no se ajustan con una exactitud total a sus mensajes. Si puede obtener éxitos en términos de audiencia se debe a su capacidad para atraer a una única emisora al oyente, católico o no, que se identifica con esos mensajes. No logra, sin embargo, atraer al no convencido. De nuevo, un éxito en la reafirmación de la identidad (ni tan siquiera necesariamente católica), un fracaso en la consecución de influencia social. Por otro lado, los católicos identificados con la jerarquía son el público objetivo de nuevos medios de comunicación que tratan de construir un nicho a la vez que coparlo. El caso más obvio es el Grupo Intereconomía con el Semanario Alba, embarcado en una dinámica de abierto llamamiento a la acción pública de los católicos. En la pasada manifestación del 18 de junio contra el matrimonio homosexual, Alba distribuyó, como potente acción de marketing, varios miles de banderolas a los asistentes. No lo hicieron así cabeceras destinadas a este público más clásicas, con mucha mayor aceptación (Reinado Social tiene, según sus propios datos, de 52.000 suscriptores, frente a una tirada de 15.000, con 5.000 suscriptores, en el caso de Alba), mucho menos identificadas con la jerarquía y asociadas a órdenes religiosas en lugar de a grupos empresariales. La existencia de medios más “militantes” refleja no solo la posible existencia de una reafirmación identitaria sino el interés de potentes medios de comunicación de favorecerla.
En resumen, los católicos afines a la jerarquía se constituyen en términos identitarios más marcados como consecuencia de su pérdida de influencia social, mientras que su diferenciación les convierte en públicos de determinados medios editoriales que tratan de atraerlos extremando su propio discurso. Se produce así una renuncia a la hegemonía.
Por otro lado, gays, lesbianas y transexuales. Constituidos desde hace mucho en nicho de mercado, dotados de fuertes rasgos de identidad (en términos de consumo, de estilos de vida, incluso de localización geográfica), necesariamente su objetivo de normalización civil pasaba por despedirse del ghetto. Son las rémoras del ghetto, que construyeron de puertas afuera parte de su visibilidad (drag queens, imagen de promiscuidad,...), las que limitan su aceptación por parte de las restantes identidades. De allí los importantes frenos que su normalización legal aún recibe: sus rasgos de identidad pasados dificultan la aceptación colectiva de la diversidad sexual como un valor social. A medida que la identidad se diluya, llegará la normalización, máxima expresión de hegemonía cultural.
Y finalmente, los psicólogos. Toda la argumentación anterior tenía por objeto llegar a hablar de la función social de la psicología. Cuando las identidades se reafirman y no llega a existir hegemonía ideológica, cuando no existe consenso, el poder, que según Jesús Ibáñez, dicta la norma y se reserva el azar, encuentra en los psicólogos los gestores del caso concreto. La dificultad reside en la propia naturaleza de la psicología. El “caso Aquilino“ no es tan solo una salida de tono de un catedrático de universidad (recordemos, de paso, que es catedrático de la universidad privada San Pablo-CEU, adscrita a la Complutense, no de la propia Complutense). Refleja dos fenómenos de la función de la psicología:
- Debe gestionar los casos concretos que el poder, en casos de ausencia de clara hegemonía ideológica, no puede determinar desde la regulación de la norma. Igual que al psicólogo forense se le pide que ayude a determinar las penas ante la imposibilidad de determinar culpabilidades (¿es el sujeto o la sociedad?), igual que al psicólogo de prisiones se le pide que anticipe la tendencia a la recurrencia en el delito del preso, siendo sus dictámenes decisivos en un marco legal que deja en manos del especialista buena parte de su concreción, se le pedirá al psicólogo que defina la capacidad de la pareja de gays para adoptar hijos.
- Así llegamos a la segunda dificultad: ¿dispondrá el especialista de un criterio claro para hacerlo? No. Obviamente, no. Y el problema no reside solo en un insuficiente avance científico, sino en que precisamente, algunas enfermedades son consideradas como tales en función de la hegemonía ideológica. En los primeros DSM (clasificaciones diagnósticas de las enfermedades mentales que deben usar psicólogos y psiquiatras ) la homosexualidad era recogida como enfermedad a diagnosticar. En el DSM IV, publicado en 1994, la identificación con el otro sexo, si se acompaña de malestar psicológico y repercute en la vida diaria, se sitúa bajo la etiqueta de trastorno de la identidad sexual. Esto es, existe un amplio margen para aceptar, o no, la normalidad de ciertas conductas, de forma que se le pide al especialista que opte por ser él quien defina lo correcto e incorrecto ante la ausencia de una hegemonía cultural y la coexistencia de identidades sociales con posturas opuestas al respecto.
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